Un recuerdo del Thick as a Brick
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En la actualidad, mi banda sonora -por así llamar a la música que me acompaña en la actividad diaria que no requiere concentración- es jazz moderno. Es decir, jazz de los años 50 del amado siglo XX, que no contemporáneo. De la contemporaneidad sólo me interesan las nuevas tecnologías. Puesto a escuchar música, voy del bop de Nueva York al cool de San Francisco. Así, en esa suerte de viaje que me lleva desde la costa este a la oeste, encuentro ese confort y ese relax que ahora pido a la música.
La exaltación, la euforia y la subversión que buscaba en el rock sólo son un recuerdo. El rock en su concepción más amplia, desde el rock & roll seminal de Gene Vicent hasta el punk militante de The Clash, desde el rock sinfónico de King Crimson a la psicodelia de los primeros Pink Floyd, es un recuerdo: memoria de una forma de vida a la que me di, un culto que profesé con devoción durante cuarenta años... Algo muy arraigado en lo más íntimo de mi ser, algo de lo que carece por completo el jazz que escucho ahora, nada más que un transporte para el relax, un confortable vuelo de costa a costa.
Sólo regreso al rock cuando eso suyo que me toca tanto y aún late en mí me llama haciéndome evocar, sin que en apariencia venga a cuento, una letra o algunos compases: el estribillo de Death or Glory (1979) de The Clash, el grito de The Great Gig In The Sky (1973), de Pink Floyd -vuelto a oír fugazmente en el tráiler de la Roma (2018) de Cuarón, aunque en la película no se escucha en ninguna parte- o los primeros versos de Nowhere man (1965) de The Beatles: "He's a real nowhere man,/ sitting in his nowhere land,/ making all his nowhere plans for nobody"... Tengo tan claro por qué es el hombre de ninguna parte del cuarteto de Liverpool -que negué como se niega a un dios en algún que otro periodo de mi culto al rock por la popularidad de su música- que no me detendré en el asunto.
Lo haré en el Thick as a Brick (1973), el segundo de los grandes álbumes de Jethro Tull, cuyos compases me han vuelto recientemente. Entonces sí, siempre que experimento una de estas evocaciones, en la primera ocasión que me lo permite mi actividad diaria, escucho el álbum correspondiente. Avanzando en ellas, estas audiciones no tardan en convertirse en un festín de la nostalgia: todo son recuerdos. Entre los suscitados por el Thick... el más destacado fue el de un amigo, uno de aquellos freaks junto a los que descubrí a Jethro Tull, que en el patio del colegio me hablaba de la dificultad de recordar su música. ¡Oh paradoja!
Hace cuarenta y tantos años, cuando los de entonces descubrimos a Jethro Tull, el rock progresivo ya en la linde del sinfónico, que tuvo en la banda de Ian Anderson a uno de sus mejores exponentes, se expresaba en álbumes conceptuales, integrados, más que por canciones, por suites que perfectamente podían ocupar toda una cara del disco. En el caso del Thick... era una sola dividida en dos partes por cada una de las caras del elepé. La letra era un poema apócrifo de Gerald Bostock, un supuesto niño prodigio que a sus ocho primaveras había escrito dichos versos, tan bellos que le valieron el apodo del pequeño Milton. Ahora bien, según se contaba en las noticias del periódico que entrañaba la carpeta del álbum, el joven bardo fue reprobado por utilizar una palabra mal sonante y dejar embarazada a una niña. "Pero vuestros sabios no saben lo que se siente teniendo la cabeza tan dura como un ladrillo", concluía Bostock/Anderson en la paráfrasis que yo imaginaba entonces al "and your wise men don't know how it feels/ To be thick as a brick" que cerraba la introducción a la suite.
Este somero apunte del concepto del disco puede darnos la medida de la complejidad de su música, a veces con trazas de sinfonía entre la que emergía la flauta de Anderson -que a los de entonces nos hechizaba como a las ratas el flautista de Hamelín- sobre todos los movimientos de la suite. De modo que, al día siguiente, en el colegio, con las declinaciones y el valor de π, no recordábamos aquella música embriagadora de Jethro Tull. La sentíamos porque la música -como el arte abstracto- no hace falta entenderla para sentirla en lo más profundo del corazón.
Escuché por primera vez el Thick... en el año 74, cuando me lo dejó mi buen amigo Gonzalo Rodríguez Cao. Como no lo entendía y se me olvidaba lo grabé. Aquella casete me acompañó durante décadas. No sé cuánto tiempo. Pero sí que fue el suficiente para comprender que mi primera paráfrasis del "To be thick as a brick" de la introducción de Anderson -cuya traducción literal sería "denso como un ladrillo" y suele parafrasearse en "cabeza dura", "obtuso como un zoquete"- no erraba tanto. También fue bastante para que cualquiera de los movimientos de la suite, ya cerca de ser tan viejo como simulaban ser los Jethro Tull entonces, pueda volver a mí como uno de esos recuerdos tan poderosos que me devuelven al rock apenas puedo.
Publicado el 22 de diciembre de 2018 a las 12:15.